Quizá ha hecho falta que hayan pasado más de cincuenta años, desde que el grupo se disolvió, para que se valore en su justa medida y con perspectiva histórica la dimensión que alcanzó Quimera Teatro Popular en la vida cultural de Cádiz entre los años 1961 y 1972, un periodo que abarca aquellos ya míticos años sesenta del siglo pasado, que todavía nos evocan tantas referencias de ilusiones y esperanzas de libertad en todo el mundo, a pesar de que ya sabemos que muchas de esas referencias se frustraron, fueron machacadas por la represión o simplemente se diluyeron en el desencanto.
jueves, 14 de marzo de 2024
Quimera Teatro Popular, una aventura de resistencia
Quizá ha hecho falta que hayan pasado más de cincuenta años, desde que el grupo se disolvió, para que se valore en su justa medida y con perspectiva histórica la dimensión que alcanzó Quimera Teatro Popular en la vida cultural de Cádiz entre los años 1961 y 1972, un periodo que abarca aquellos ya míticos años sesenta del siglo pasado, que todavía nos evocan tantas referencias de ilusiones y esperanzas de libertad en todo el mundo, a pesar de que ya sabemos que muchas de esas referencias se frustraron, fueron machacadas por la represión o simplemente se diluyeron en el desencanto.
lunes, 11 de marzo de 2024
Veinte años después del 11-M
Veinte años después del 11-M, el mayor atentado terrorista cometido en la Península Ibérica (quizá en Europa), me he acordado de este artículo que me publicaron en el desaparecido periódico Galicia Hoxe el 5 de noviembre de 2007, cuando ya se había celebrado el juicio por aquellos crímenes cometidos por fanáticos islamistas, frente a los que la sociedad española reaccionó con solidaridad hacia las víctimas y algunos políticos (los que gobernaban en aquellos momentos, del PP) se comportaron con la repugnante frivolidad de la mentira, tratando de proteger sus intereses electorales. Reproduzco aquí la traducción al castellano del artículo original, escrito en gallego.
ENQUANTO HÁ FORÇA
Fanáticos, solidarios y frívolos
Xosé A. Gaciño
Sanaa Ben Salah era una adolescente de trece años, nacida
en Madrid de padres marroquíes, que cursaba segundo de ESO en un centro en el
que tenía amigos de orígenes muy diferentes (incluidos españoles, claro). Le
gustaban las películas de terror, los dibujos animados y el Real Madrid. Amaba
a los animales y tenía el propósito de estudiar Veterinaria. Cubría sus
cabellos con un velo, de acuerdo con las costumbres de sus padres y como
muestra de su religión. Y murió víctima de una de las bombas colocadas en diversos
trenes de cercanías de Madrid, el 11 de marzo de 2004, por un grupo de
terroristas yihadistas. Era una de los ochos musulmanes que perdieron la vida
en aquellos atentados cometidos en el nombre del Islam.
Echar una ojeada a las características de las víctimas,
tan diversas, que perecieron en aquellos crueles y descomunales atentados, y a
las de los que resultaron heridos, es la manera más directa de comprobar la
irracionalidad de esta sangrienta acción. Eran gente de lo más normal, la gran
mayoría de condición modesta, gente de la que configura el mosaico social de
esta nueva sociedad abierta a los nuevos horizontes globales. Trabajadores y
estudiantes, gente joven y de mediana edad, inmigrantes de muy variadas
procedencias (Latinoamérica, Europa del Este, Asia, África), agnósticos y
creyentes de diversos credos.
Una mezcla de identidades, diferenciadoras en algunos
casos y compartidas en otros, compartidas incluso con los asesinos,
aparentemente integrados (con sus estudios, sus negocios y hasta con sus
trapicheos al margen de la ley) en la sociedad a la que atacaron con ese
distanciamiento brutal del fanatismo, que pone toda la pasión en sus
motivaciones ideológicas y todo el gélido desprecio en la consideración con sus
víctimas. Y, como dijo en aquellos días el imán de una mezquita madrileña, “el
que mata a un inocente es como si matara a toda la humanidad”. En eso están,
dispuestos a matar a toda la humanidad, aplicándoles así su demoledora
doctrina.
Frente a ese delirio inhumano de los terroristas, estuvo
la reacción solidaria de una sociedad que dio muestras sobradas de
responsabilidad ciudadana, tanto por el trabajo de los profesionales de las
emergencias (sanitarios, bomberos, policías...) como de los voluntarios que
arrimaron el hombro de muy diversas formas, tanto en la atención a las víctimas
y a sus allegados como en el respeto mayoritario a la comunidad musulmana en
general, distinguiendo entre las personas con unos sentimientos religiosos determinados
y los manipuladores de esos sentimientos para ponerlos al servicio de una
violencia indiscriminada.
Y por encima de los delirios de unos y de las histerias
de otros, el trabajo de investigación policial y judicial. Policías, fiscal e
instructor, superando descoordinaciones previas y decisiones temerarias sobre
prioridades en la vigilancia, consiguieron allegar los elementos clave (hombres
y pruebas) que permitieron delimitar claramente los diversos grados de
culpabilidades y complicidades.
En tres años y medio, culpables (los supervivientes,
porque otros se suicidaron en Leganés) y cómplices fueron llevados a juicio con
todas las garantías legales, en un proceso ciertamente ejemplar. Muy diferente
a los procedimientos de investigación antiterrorista de Estados Unidos, en el
borde de la ilegalidad, o a la falta de resultados en el Reino Unido.
En medio de la rabia por la tragedia y por la barbarie
terrorista, había como para sentirse satisfechos de todo un trabajo colectivo,
primero de asistencia a las víctimas en los momentos mismos de los atentados y,
ahora, con la culminación de lo que puede considerarse la reparación moral y
legal a esas mismas víctimas: la sentencia que sanciona a los culpables.
Pero, por debajo de la tragedia y de la dignidad de las víctimas (y de la sociedad que las arropó, con la excepción de algunos miserables que las insultaron públicamente), hay políticos que siguen contando votos con frívola obcecación.
Adios al "camarada presidente"
No recuerdo si llegó a publicarse (no he encontrado el recorte que lo certificase), pero, si conservo el original a máquina, lo más probable es que no se hubiese publicado. Teniendo en cuenta que trabajaba entonces en El Ideal Gallego, de la Editorial Católica, y que era septiembre de 1973 (vivía incluso Carrero Blanco, que fue asesinado en diciembre de aquel año), no puede extrañar que este texto desbordase, no ya las restricciones del régimen franquista, sino incluso los niveles de permisividad del periódico, que su director de entonces, Rafael González, había ampliado todo lo que podía. Cincuenta años después de aquel espanto, y después de haber vuelto a ver Missing (Desaparecido), la película de Costa-Gavras protagonizada por Jack Lemon, me he decidido a rescatar este artículo escrito entonces, en los días siguientes al golpe que acabó con el experimento de la vía democrática al socialismo (y no debemos olvidar que cinco años antes, en Checoslovaquia, la irrupción de los tanques del Pacto de Varsovia, acabó con la vía democrática al socialismo desde el totalitarismo estalinista).