jueves, 14 de marzo de 2024

Quimera Teatro Popular, una aventura de resistencia


Quizá ha hecho falta que hayan pasado más de cincuenta años, desde que el grupo se disolvió, para que se valore en su justa medida y con perspectiva histórica la dimensión que alcanzó Quimera Teatro Popular en la vida cultural de Cádiz entre los años 1961 y 1972, un periodo que abarca aquellos ya míticos años sesenta del siglo pasado, que todavía nos evocan  tantas referencias de ilusiones y esperanzas de libertad en todo el mundo, a pesar de que ya sabemos que muchas de esas referencias se frustraron, fueron machacadas por la represión o simplemente se diluyeron en el desencanto. 
 Que hayan pasado más de cincuenta años y que un   estudioso concienzudo y riguroso como Enrique del   Álamo se pusiese manos a la obra, desempolvando   archivos y localizando supervivientes que le aportasen testimonios orales, escritos y material gráfico, para poner en pie la historia de un colectivo de jóvenes que, a través del teatro, de un teatro de compromiso y agitación, lograron crear un clima cultural crítico que logró atraer y mantener el interés incluso de ciudadanos que nunca se habían interesado por el teatro.
En su libro Quimera Teatro Popular. Disidencia cultural en Cádiz durante el tardofranquismo (1961-1972), que Ediciones Mayi acaba de poner a la venta, Enrique del Álamo Núñez sitúa la actividad de Quimera en el contexto cultural y político de la época, resaltando su conexión con las nuevas tendencias del teatro en Europa y su integración en el entonces nuevo fenómeno del teatro independiente. En ese sentido, Quimera alcanzó un nivel de calidad reconocido incluso por quienes no simpatizaban con su estética teatral, que, a lo largo de los años, y tras acercarse a diversas experiencias vanguardistas, se centró en el teatro de agitación y provocación. Alfonso Sastre y Bertolt Brecht fueron los dos grandes autores de referencia del grupo, además, claro, de Manuel Pérez Casaux, el dramaturgo portuense, que formó parte de Quimera hasta que se trasladó a Barcelona.
A través del libro de Del Álamo recorremos toda la trayectoria del grupo, desde sus orígenes en iniciativas de aficionados ligados a asociaciones católicas hasta su plena autonomía como teatro de cámara y como teatro independiente, con una dinámica activista de completar las actuaciones con coloquios en los que se rozaba la legalidad franquista vigente. Se detallan los principales montajes llevados a cabo, desde sus aspectos técnicos hasta su trasfondo social o político, así como las vicisitudes legales para superar los controles gubernativos, en algunos de los cuales, cuando actuaban en locales parroquiales, contaron con la protección eclesiástica (el obispo de Cádiz era entonces Antonio Añoveros), al hilo de los privilegios que concedía a la Iglesia Católica el concordato del régimen de Franco con el Vaticano. 
En los archivos oficiales, el autor ha encontrado documentos referidos al seguimiento policial que se hacía de las actividades de Quimera y algunas disquisiciones de gobernadores y delegados sobre la conveniencia de actuar en determinadas situaciones o hacer la vista gorda para no provocar más follón del estrictamente necesario, porque, pese a su militancia disidente, Quimera tuvo un cierto reconocimiento oficial. Participaba, por ejemplo, en las actividades culturales que completaban los cursos de verano de la Universidad de Sevilla en Cádiz, que dirigía José María Pemán, y en los coloquios que organizaba la Delegación Provincial de Información y Turismo para valorar los espectáculos de la Campaña Nacional de Teatro que llegaban a Cádiz. Todo esto era compatible con prohibiciones absolutas de varios montajes, dentro de los vaivenes y los amagos aperturistas que intentaba el régimen.
Tenía también su presencia en los medios. La Información del Lunes y el Diario de Cádiz publicaban regularmente información sobre sus actividades y reseñas críticas de sus estrenos, con elogios a su buen trabajo y reconocimientos de la calidad de las obras que montaban, cada uno con sus matices. Incluso llegaron a publicar artículos de Manuel Pérez Casaux y de José María Sánchez Casas -el líder indiscutible de Quimera- sobre el sentido de su trabajo teatral.
El libro de Enrique del Álamo descubre aspectos del gran trabajo de Quimera incluso a quienes formaron parte del grupo (a quien poco le descubre seguramente es a Donato Patiño, que se lo sabe todo y de cuyo archivo personal ha sacado Del Álamo una buena parte de su trabajo). Desde luego, sí a muchos que tuvimos algún contacto con el grupo en algún momento de su trayectoria. Toda la familia de actores, técnicos, colaboradores y simples espectadores de los trabajos de Quimera no pueden por menos que agradecer a Enrique del Álamo que haya colocado en las estanterías de la historia contemporánea de Cádiz este capítulo hermoso de una aventura de resistencia. Quimera dejó de resistir y se disolvió sin remedio el día en que su líder indiscutible, Sánchez Casas, decidió emprender lo que sería una trágica aventura revolucionaria.


Saludo final de los actores de Historias para ser contadas,
de Osvaldo Dragún. De izquierda a derecha, Donato Patiño,
José María Sánchez Casas, María Luisa Díaz, Rosa María
Cobos, Pedro Roldán y Fernando Meléndez


lunes, 11 de marzo de 2024

Veinte años después del 11-M

Veinte años después del 11-M, el mayor atentado terrorista cometido en la Península Ibérica (quizá en Europa), me he acordado de este artículo que me publicaron en el desaparecido periódico Galicia Hoxe el 5 de noviembre de 2007, cuando ya se había celebrado el juicio por aquellos crímenes cometidos por fanáticos islamistas, frente a los que la sociedad española reaccionó con solidaridad hacia las víctimas y algunos políticos (los que gobernaban en aquellos momentos, del PP) se comportaron con la repugnante frivolidad de la mentira, tratando de proteger sus intereses electorales. Reproduzco aquí la traducción al castellano del artículo original, escrito en gallego.


ENQUANTO HÁ FORÇA

Fanáticos, solidarios y frívolos

Xosé A. Gaciño (Galicia Hoxe. 5-11-07)

Sanaa Ben Salah era una adolescente de trece años, nacida en Madrid de padres marroquíes, que cursaba segundo de ESO en un centro en el que tenía amigos de orígenes muy diferentes (incluidos españoles, claro). Le gustaban las películas de terror, los dibujos animados y el Real Madrid. Amaba a los animales y tenía el propósito de estudiar Veterinaria. Cubría sus cabellos con un velo, de acuerdo con las costumbres de sus padres y como muestra de su religión. Y murió víctima de una de las bombas colocadas en diversos trenes de cercanías de Madrid, el 11 de marzo de 2004, por un grupo de terroristas yihadistas. Era una de los ochos musulmanes que perdieron la vida en aquellos atentados cometidos en el nombre del Islam.

Echar una ojeada a las características de las víctimas, tan diversas, que perecieron en aquellos crueles y descomunales atentados, y a las de los que resultaron heridos, es la manera más directa de comprobar la irracionalidad de esta sangrienta acción. Eran gente de lo más normal, la gran mayoría de condición modesta, gente de la que configura el mosaico social de esta nueva sociedad abierta a los nuevos horizontes globales. Trabajadores y estudiantes, gente joven y de mediana edad, inmigrantes de muy variadas procedencias (Latinoamérica, Europa del Este, Asia, África), agnósticos y creyentes de diversos credos.

Una mezcla de identidades, diferenciadoras en algunos casos y compartidas en otros, compartidas incluso con los asesinos, aparentemente integrados (con sus estudios, sus negocios y hasta con sus trapicheos al margen de la ley) en la sociedad a la que atacaron con ese distanciamiento brutal del fanatismo, que pone toda la pasión en sus motivaciones ideológicas y todo el gélido desprecio en la consideración con sus víctimas. Y, como dijo en aquellos días el imán de una mezquita madrileña, “el que mata a un inocente es como si matara a toda la humanidad”. En eso están, dispuestos a matar a toda la humanidad, aplicándoles así su demoledora doctrina.

Frente a ese delirio inhumano de los terroristas, estuvo la reacción solidaria de una sociedad que dio muestras sobradas de responsabilidad ciudadana, tanto por el trabajo de los profesionales de las emergencias (sanitarios, bomberos, policías...) como de los voluntarios que arrimaron el hombro de muy diversas formas, tanto en la atención a las víctimas y a sus allegados como en el respeto mayoritario a la comunidad musulmana en general, distinguiendo entre las personas con unos sentimientos religiosos determinados y los manipuladores de esos sentimientos para ponerlos al servicio de una violencia indiscriminada.

Y por encima de los delirios de unos y de las histerias de otros, el trabajo de investigación policial y judicial. Policías, fiscal e instructor, superando descoordinaciones previas y decisiones temerarias sobre prioridades en la vigilancia, consiguieron allegar los elementos clave (hombres y pruebas) que permitieron delimitar claramente los diversos grados de culpabilidades y complicidades.

En tres años y medio, culpables (los supervivientes, porque otros se suicidaron en Leganés) y cómplices fueron llevados a juicio con todas las garantías legales, en un proceso ciertamente ejemplar. Muy diferente a los procedimientos de investigación antiterrorista de Estados Unidos, en el borde de la ilegalidad, o a la falta de resultados en el Reino Unido.

En medio de la rabia por la tragedia y por la barbarie terrorista, había como para sentirse satisfechos de todo un trabajo colectivo, primero de asistencia a las víctimas en los momentos mismos de los atentados y, ahora, con la culminación de lo que puede considerarse la reparación moral y legal a esas mismas víctimas: la sentencia que sanciona a los culpables.

Pero, por debajo de la tragedia y de la dignidad de las víctimas (y de la sociedad que las arropó, con la excepción de algunos miserables que las insultaron públicamente), hay políticos que siguen contando votos con frívola obcecación.

 

 

Adios al "camarada presidente"

 


No recuerdo si llegó a publicarse (no he encontrado el recorte que lo certificase), pero, si conservo el original a máquina, lo más probable es que no se hubiese publicado. Teniendo en cuenta que trabajaba entonces en El Ideal Gallego, de la Editorial Católica, y que era septiembre de 1973 (vivía incluso Carrero Blanco, que fue asesinado en diciembre de aquel año), no puede extrañar que este texto desbordase, no ya las restricciones del régimen franquista, sino incluso los niveles de permisividad del periódico, que su director de entonces, Rafael González, había ampliado todo lo que podía. Cincuenta años después de aquel espanto, y después de haber vuelto a ver Missing (Desaparecido), la película de Costa-Gavras protagonizada por Jack Lemon, me he decidido a rescatar este artículo escrito entonces, en los días siguientes al golpe que acabó con el experimento de la vía democrática al socialismo (y no debemos olvidar que cinco años antes, en Checoslovaquia, la irrupción de los tanques del Pacto de Varsovia, acabó con la vía democrática al socialismo desde el totalitarismo estalinista).

domingo, 18 de junio de 2023

Alejandro, un amigo de palabra

 

De izquierda a derecha, Alejandro, José Manuel
y José Antonio, en la mili, con papel de teletipo
Nos conocimos en Cádiz, en la base naval de Puntales, en 1969. Cumplíamos el servicio militar en el Estado Mayor de la Jefatura del Mando Anfibio, concretamente en el departamento de Comunicaciones. Atendíamos a la radio y al teletipo. Lo más importante que pasaba por nuestras manos eran los informes cifrados que mandaban de la OTAN (aunque el gobierno de España era una dictadura y todavía no estaba en la OTAN) con la posición de los barcos militares soviéticos en el Mediterráneo. De las muchas personas que conocí en el año y medio de mili que tuve que cumplir, sólo mantuve después el contacto con dos de ellas: José Manuel Pena y Alejandro Domínguez. Desde esta mañana, cuando leí el wasap que me envió su hija Eva, sé que ya no podré volver a hablar con Alejandro.

Cuando terminamos la mili, cada uno se volvió a su vida anterior. José Manuel a Vigo, Alejandro a Cerdanyola y yo a Madrid. José Manuel navegó por medio mundo (todavía encuentro alguna postal suya, enviada desde algún punto exótico) y yo me fui a Coruña en el 72, a Vigo a finales del 87 y a Sevilla en febrero del 89. Alejandro no se movió de Cerdanyola, donde había establecido unas raíces trasplantadas desde un pueblo zamorano cercano a Toro, de cuyo nombre ahora no soy capaz de acordarme. Los tres seguíamos relacionándonos, por correo postal, por teléfono y a veces -las menos, pero las más gozosas- personalmente (en Galicia, me fue más fácil verme con José Manuel en sus momentos de descanso entre travesías). En un par de ocasiones, visité a Alejandro en Cataluña, creo que las dos en los años setenta del pasado siglo. Y en una ocasión, en 2016, Alejandro y Soco (su mujer), estuvieron en Sevilla y tuvimos el placer de atenderlos en la mismísima Feria de Abril, aunque a las carreras de motos (gran pasión de Alejandro) en Jerez se fueron ellos solos. 

Alejandro, José Antonio, María Luisa y Soco,
en Sevilla, en 2016

En los últimos años Alejandro hacía planes para organizar una cumbre tripartita de amigos en Toro, aprovechando que los tres estábamos más que jubilados, una idea surgida en alguna de nuestras interminables conversaciones telefónicas y que a mi me parecía una estupenda manera de celebrar la supervivencia de una amistad a través del tiempo y de las distancias que nos separaban. Por diversas circunstancias de agenda (y me parece que el covid también influyó) la cumbre de la amistad fue retrasándose y nunca llegó a celebrarse. Y en estos días, una vez que conocimos hace unos meses el ataque de la maldita enfermedad (esa de la que estamos conociendo continuamente que se avanza en su control, pero que no deja de matar), pensaba que quizá podríamos celebrar la cumbre en la propia Cerdanyola, pero no me ha dado tiempo ni siquiera de proponerlo. 

Ha sido muy duro asimilar en tan poco tiempo el fin de una persona a la que quieres. Ha sido muy duro oír cómo se iba apagando la voz de un amigo con el que habías compartido horas de conversación sobre todo tipo de cuestiones, personales, sociales o políticas. Ha sido muy duro perder a un amigo que desgranaba las palabras con fluidez y coherencia, con argumentos y experiencias personales, desde las más sinceras convicciones. Manejaba las palabras y era un amigo de palabra, bueno, íntegro y generoso.

viernes, 14 de abril de 2023

Picasso: la ceremonia de la recuperación

La noticia de la muerte de Picasso me pilló pintando... el techo de la cocina de mi casa en A Coruña (en el barrio de Os Mallos para más detalle). Hace cincuenta años, el domingo 8 de abril de 1973, eso era lo que yo estaba haciendo cuando oí en la radio la noticia de la muerte del pintor español. Una semana después, publicaba en El Ideal Gallego este artículo (recuérdese que todavía vivía Franco e incluso Carrero Blanco, que moriría unos meses después, el 20 de diciembre, víctima de un atentado terrorista), que transcribo porque la reproducción fotográfica no es fácil de leer:

Picasso, el hombre. La ceremonia de la recuperación

(El Ideal Gallego, 15 de abril de 1973)


El 5 de noviembre de 1971, un "comando de lucha antimarxista" destrozaba veinticuatro de los veintiseis grabados de Picasso expuestos en una galería de arte madrileña. El director de una sala barcelonesa era objeto de una agresión por comandos de similar condición, a causa de haber promovido un homenaje colectivo de pintores catalanes a Picasso. Por aquellas fechas -noventa aniversario del genial pintor- hubo suspensiones de homenajes y prohibiciones de conferencias.

Pero el 8 de abril de 1973, TVE -que había ignorado por completo la existencia de Picasso en 1971- interrumpió su aburrido programa "Tarde para todos" para anunciar la trágica noticia de que Pablo Ruiz Picasso, nacido en Málaga en 1881, había muerto en Mougins de un ataque al corazón.

Fue el comienzo de una operación triunfalista de recuperación del genio. En el Museo del Prado, del que fue director Picasso en tiempos de la guerra civil, se colocó la bandera a media asta. Por todas partes, oímos resaltar la condición española de Picasso, cuando en otros tiempos nos lastimaron los oídos con acusaciones de anti-español y de inmoral. Allí donde no se había querido saber nada de los espléndidos y creadores noventa años de vida de Picasso, ahora se pide su nombre para una plaza, o se dicen misas en sufragio por su alma, no sé si en un intento póstumo por convertirla. El Picasso muerto parece más bien un Picasso resucitado para la vida española, un Picasso insólitamente transformado, por quienes antaño le repudiaban, en representación de los valores españoles. Muerto el inconformista, comienza la integración.

Quizá no sea ajeno a este entusiasmo imprevisto el hecho de que no se sepa bien cuál va a ser el destino de la fortuna pictórica que Picasso guardaba personalmente. Ni el hecho de que ahora podría ser posible el traslado del "Guernica" a nuestro país, tratándose de una donación al pueblo español, provisionalmente instalada en un museo de Nueva York.

Y no salgamos con el conocido argumento de que forma parte del carácter español esto de que no reconozcamos nuestros propios valores hasta que son refrendados en el extranjero o cuando mueren. Aparte de que es más que discutible la existencia de ese tal carácter español, creo que está suficientemente claro que, en este caso concreto, como en el de otros muchos emigrantes españoles de la ciencia y la cultura, las razones hay que buscarlas en las circunstancias en que tenían que haber desarrollado su labor en las dificultades de expresión en tales circunstancias.

Para quienes siempre hemos considerado a Picasso como enorme creador salido de las raíces de nuestra cultura, nos tiene que saber a amargo este reconocimiento póstumo, teñido de triunfalismo y de intereses.

GACIÑO



martes, 5 de julio de 2022

Santi en el universo

Llevaba cuatro meses luchando contra las secuelas del covid y no nos enteramos hasta ayer por un wasap repentino de su hija Estefanía, en el que nos informaba de su muerte después de la lucha contra la enfermedad. Así era de discreto Santi Domínguez, otro amigo coruñés que perdemos en la distancia, engrosando una lista que ya se va haciendo dolorosamente extensa. Vivíamos en el mismo barrio, Os Mallos, nuestras hijas iban al mismo colegio y teníamos amigos comunes. Trabajaba como comercial en Renault (hasta que un expediente de regulación de empleo lo dejó en la calle), pero era un genio con los aparatos eléctricos y luego los electrónicos y los ordenadores… toda la nueva tecnología que iba llegando. Le gustaba recorrer la geografía gallega en su tiempo libre, con su mujer, Chelo, y sus hijas Estefanía y Miriam, una afición heredada por su hija Estefanía que vuelca en sus maravillosos dibujos toda la magia del paisaje de su tierra. Pero la pasión de Santi era la astronomía. Tenía un telescopio en casa con el que observaba el universo desde un tercer piso. Será fácil recordarlo: cuando miremos al cielo en una noche estrellada, contemplaremos el mismo universo del que Santi siempre supo que formaba parte.

                                   La última foto que nos hicimos juntos, en junio de 2018, en su casa. De izquierda a derecha, Estefanía, Chelo, María Luisa, José Antonio y Santi


jueves, 28 de abril de 2022

Hace cincuenta años

Tecleando con dos dedos en la máquina de escribir
(Foto de ENRIQUE DE ARCE)


Llegué a Coruña en abril de 1972, hace cincuenta años, para incorporarme a la redacción de El Ideal Gallego. Su director de entonces, Luis Blanco Vila -que me conocía de la Escuela de Periodismo de la Iglesia y del Colegio Mayor Pío XII-, me había cazado por los pasillos de la Editorial Católica en Madrid, donde yo hacía colaboraciones y sustituciones hasta que terminé la carrera con seis años de retraso. Luego tuve de director a Rafael González y a José Antonio Martín Aguado. Hasta septiembre de 1982, en que pasé a La Voz de Galicia, hasta septiembre de 1987. Mi último puesto de trabajo en Galicia fue en Vigo, en la redacción de Diario de Galicia, desde octubre de 1987 a septiembre de 1988 (fui director desde el 15 de febrero hasta el 15 de septiembre de 1988, en que presenté mi dimisión: en febrero de 1989 entré en la redacción de Canal Sur Televisión en Sevilla). En mi muy desordenado archivo personal, he encontrado esta entrevista a Ricardo Zamora, que debió de ser de las primeras cosas que firmé en el periódico: se publicó el 30 de abril de 1972. El mítico portero estuvo aquellos días en A Coruña para asistir a un homenaje póstumo al defensa coruñés Luis Otero, uno de sus compañeros en la famosa selección española de fútbol que quedó subcampeona en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920. Guardo un grato y emotivo recuerdo de aquel encuentro con uno de los grandes de la historia del fútbol español. Tenía entonces 71 años y moriría seis años después (con la edad que tengo yo hoy).