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Ante la tumba de Antonio Machado en Cotllioure
(primavera de 2012) |
Este artículo fue publicado el 22 de febrero de 2014 en El Diario Fénix, publicación digital dirigida por José Manuel García, hoy tristemente desaparecida. Entonces hacía 75 años de la muerte de Antonio Machado. Hoy hace 80 años pero las consideraciones que hacía entonces siguen siendo válidas.
Había andado muchos caminos, convencido precisamente
de que se hace camino al andar. Desde aquel patio de Sevilla donde maduraba el
limonero hasta el modesto hotel Quintana, en Cotlliure (en catalán, que es
idioma que también manejan en ese entrañable pueblo de la costa brava
francesa), donde murió un 22 de febrero de hace setenta y cinco años. Había
soñado caminos de la tarde, añorando la aguda espina dorada de la pasión que se
había arrancado un día, y murió a las cuatro de la tarde. En el bolsillo de su
gabán, con el que trataba inútilmente de protegerse de la neumonía que lo
estaba matando, encontraron un papel arrugado con el último verso que había
escrito: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Indescifrable fuera de
contexto, pero como si volviese a la luz y al calor de los recuerdos
sevillanos.
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Ante el busto de Antonio Machado (obra de
Pablo Serrano), en Soria. Agosto de 2011. |
En aquella triste y terrible guerra, murieron
centenares de miles de seres anónimos, de esos de los que, como decía el
personaje Miralles de Soldados de Salamina, casi nadie se acuerda y con
cuyos nombres no bautizaron ninguna calle miserable de ningún pueblo miserable.
Que sólo viven en el recuerdo de sus familiares y amigos –muchos de ellos
todavía andan buscándolos por cunetas y campos perdidos para darles una digna
sepultura– y morirán definitivamente cuando ya no quede nadie que los recuerde.
Quizá por eso, para que no desaparezcan de la
memoria colectiva las referencias a tan atroz episodio de nuestro pasado no tan
lejano, hay algunos nombres relacionados con esa tragedia que son compartidos
por sensibilidades universales. Al hilo de su genio literario, artístico,
científico o incluso político, sus sufrimientos personales, sus dolorosos
finales, asumen la representación de todo un pueblo absurdamente sacrificado en
los altares de las venganzas ideológicas.
Y así, de la misma forma que Federico García Lorca
caminó hacia la muerte como uno más de los ejecutados sumariamente cada
madrugada, y que Miguel Hernández se pudrió literalmente en la cárcel como
tantos otros cuya salud no pudo resistir unas condiciones de vida que quizá
sólo eran un poco peor de las que se impusieron fuera de las cárceles a muchos
supervivientes desafectos, y se convirtieron así en los símbolos literarios de
una represión infinita, Antonio Machado, hace setenta y cinco años, se
convirtió en la muestra agonizante del angustioso exilio de los vencidos.
Entre aquella marea humana que huía del fascismo
triunfante en España y que apenas unos meses después se encontraría con el
nazismo agresor –los que hubiesen sobrevivido a unos campos de refugiados que
no se distinguían mucho de los campos de castigo que habían dejado atrás–,
Antonio Machado fue uno más, eso sí más conocido y admirado, entre los miles que
perdieron la vida en su peregrinaje doliente hacia la libertad. Envuelto en la
republicana bandera tricolor, a hombros de milicianos, su cadáver fue
depositado en el pequeño cementerio del pequeño pueblo costero donde se perdió
la senda que nunca volvería a pisar. Ligero de equipaje, desde luego, como
había previsto en su autorretrato poético. Y con toda la carga de ejemplaridad
que nos transmite su recio compromiso con el pueblo herido por aquella guerra
trazada por una odiosa mano.
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Escultura de Antonio Machado en Segovia. A la derecha, mi amigo Arturo Vega, de cuya muerte se cumplirán cinco años en mayo. (La foto es de agosto de 2011) |