Recupero un texto que publiqué hace ocho años en el desaparecido Diario Fénix, del amigo José Manuel García, y que ya no se puede encontrar en internet. Entiendo que aporta cierto contexto a la actual situación de Ucrania y de Europa, tras la invasión del ejército ruso, a la espera de confeccionar un nuevo texto sobre los hechos que se están produciendo estos días.
EL PLUMILLA ERRANTE
Guerra fría contra el derecho internacional
José A. Gaciño (El Diario Fénix. 21-3-14)
Ante una infracción del derecho internacional, es
difícil encontrar al que pueda tirar la primera piedra. En estos momentos en
que Rusia juega fuerte contra la nueva deriva prooccidental en Ucrania, se
suceden las condenas a sus actuaciones en Crimea: su ocupación militar real
(por mucho que esgrimiera la formalidad de que las tropas desplegadas en
principio no estaban identificadas ni llevaban bandera) y el referéndum de
emergencia para dar apariencia legal a la anexión han contravenido los
principios básicos de no injerencia en los asuntos de otro Estado (la ocupación
militar) y la Constitución de Ucrania (el referéndum).
Pero, como en tantas otras infracciones internacionales,
lo que cuenta al final son las relaciones de poder. De poco le sirvió a Georgia
contar con la razón del derecho internacional y el apoyo moral de la inmensa
mayoría de los países del mundo cuando en 2008 las tropas rusas apoyaron y
confirmaron la declaración de independencia de los territorios georgianos de
Abjasia y Osetia del Sur. Y de nada le sirvió a Irak que el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas no autorizase la intervención militar de Estados
Unidos y sus aliados en la guerra de 2003. Por no remontarnos a los tiempos de
las frecuentes intervenciones militares estadounidenses en países
centroamericanos y caribeños (la última en 1989, en Panamá) o a las de la Unión
Soviética en los países de su órbita (Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968 o
Afganistán en 1979).
La legalidad internacional suele esgrimirse cuando
las ilegalidades las cometen otros. Nadie se libra de esa hipocresía, que lleva
a disfrazar las ilegalidades propias con todo tipo de argumentos o de excusas.
En el caso mismo de Ucrania, Occidente da por bueno el proceso de
movilizaciones ciudadanas que desembocó en el derrocamiento del presidente
Yanukóvich, mientras Rusia lo considera simplemente un golpe de estado. En
medio, el oscuro acuerdo en el que Yanukóvich aceptó prácticamente todas las
condiciones de la oposición y que no ha quedado claro si se rompió porque los
grupos más extremistas de la oposición impusieron su marcha inmediata o porque
el propio Yanukóvich optó por huir (por miedo o por guardarse la baza de
presidente ilegalmente destituido).
Tampoco los argumentos y excusas se libran de
hipocresías y contradicciones. Occidente defiende ahora la integridad
territorial de Ucrania, pero no aplicó el mismo criterio en la desaparecida
Yugoslavia, y si en el caso de las repúblicas balcánicas había referencias
históricas y culturales que respaldaban las aspiraciones independentistas de
cada una de ellas –además de la resistencia serbia a ceder su hegemonía–, en el
caso de Ucrania concurren las mismas herencias de aluvión histórico que pesan
sobre tierras que han conocido invasiones y migraciones procedentes de los
cuatro puntos cardinales. Remontándose a hace sólo un siglo, los ucranianos
participaron divididos y enfrentados en la primera guerra mundial: una mitad,
con las tropas zaristas rusas, y la otra, con las del imperio austrohúngaro,
una división que se reprodujo en parte durante la ocupación nazi en la segunda
guerra mundial. Y remontándose sólo a veinte años atrás, Crimea ya intentó en
1994, tras la declaración de independencia de Ucrania (a la que había sido
adscrita por Jruschov en 1954), la operación de volver a la Federación Rusa. El
entonces presidente ruso Yeltsin, promotor de la desmembración de la URSS (que
Occidente también vio con entusiasmo), se comprometió en un tratado con Estados
Unidos y Ucrania a garantizar la integridad territorial del estado ucranio, a
cambio de su desnuclearización.
Quizá lo que tenga que ceder Ucrania ahora sea
precisamente la integridad territorial para llegar a un arreglo con el
presidente ruso actual, que, a diferencia de Yeltsin, no está deslumbrado por
el poder económico occidental, y pretende fortalecer la débil economía rusa y
el orgullo patriótico a base de restaurar el viejo imperio y las viejas áreas
de influencia, utilizando técnicas de la guerra fría frente al antiguo bloque
occidental (ahora ampliado con los “tránsfugas” del bloque comunista), que
parece no saber en qué guerra se está metiendo. Nadie quiere la confrontación
armada y menos ante un enemigo con arsenal nuclear. De ello se aprovecha
descaradamente el presidente Putin, que difícilmente va a aceptar objeciones de
derecho internacional cuando sus propias leyes internas limitan seriamente los
derechos y libertades de sus ciudadanos.