Manolo Castro, en diciembre de 2010 |
Sentados
alrededor de la mesa camilla de la crítica permanente, tratábamos de adivinar
el juego de la conspiración de los poderosos. Manolo Castro era de los
convencidos de que, detrás de todo este bullicio de políticos corruptos,
banqueros especuladores, multinacionales depredadoras, guerras preventivas y
revoluciones reconducidas, había como una especie de gran sanedrín de los privilegiados,
la gran mesa camilla del poder, desde donde se diseñaban estrategias destinadas
a exprimir a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta en beneficio de
la minoría selecta que se come la mayor parte del pastel. En la Trilateral,
primero, y en el Foro Económico de Davos en los últimos años, por ejemplo, se
iban tejiendo las tramas de la dominación global.
A
veces, hasta calculaba las cabezas que bastaría cortar para cambiar el rumbo de
la historia. Pura metáfora, claro, porque Manolo Castro era, ante todo, un
demócrata, algo cascarrabias cuando se trataba de enjuiciar las marrullerías de los de arriba, un punto sarcástico con los
escándalos de la corrupción y la manipulación, pero siempre abierto al debate y
a la crítica sin tapujos, dentro del ámbito de respeto a la libertad y a las
reglas del juego.
Perteneció
a esa generación nacida en la dura posguerra, curtida en los represivos límites
del franquismo y que acogió con entusiasmo la tarea de reconstruir la
democracia perdida, una vez desaparecido el dictador. Desde su primera
militancia en el Partido Socialista Popular (el de Tierno Galván) se incorporó
con su partido al PSOE y formó parte de los primeros gobiernos municipales
socialistas en el Ayuntamiento de Cádiz, con el alcalde Carlos Díaz. Y cuando
terminó su periodo de gestión política, volvió a sus quehaceres profesionales
como ATS con la misma naturalidad con la que había desempeñado su trabajo como
concejal. Salió del ayuntamiento tan ligero de equipaje como entró, sin
traicionar su conciencia de hombre de izquierdas honrado y solidario.
Le
conocí al principio de los años noventa, en la tertulia del gaditano Bar Bahía
(una especie de reserva biológica del desencanto activo), cuando los dos
veníamos ya de vuelta, cada uno de sus propias batallas de compromisos y frustraciones
(yo, desde mis experiencias periodísticas en una Galicia especialmente
castigada por las miserias históricas). No era difícil conectar con su generoso
sentido de la amistad, entre coincidencias y discrepancias. Ahora que ya no
podré volver a reírme con sus diatribas iconoclastas ni discutir por sus
obsesiones conspirativas, porque las secuelas de una enfermedad mortal pararon
su corazón el pasado viernes 6 de diciembre, tendré que hacerle hueco virtual
en la mesa camilla de la memoria, junto a todos los amigos buenos y generosos (“bos
e xenerosos” dice el himno gallego, con perdón) a los que voy sobreviviendo.