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Al fondo, el Barco de Ulises, en aguas de Corfu |
No hicimos escala en Ítaca, pero en Corfu hay
un pequeño islote al que llaman el barco de Ulises. Recuerda en su forma un navío
petrificado, como si hubiese sido el del héroe de Troya hechizado por las
sirenas. Ítaca, en todo caso, estaba presente en el espíritu del viaje,
emprendido gracias a la generosidad de los compañeros, e inconscientemente
colocado, ya que de islas griegas se trataba, bajo los auspicios de los viejos
dioses nada modélicos (tenían las mismas pasiones, las mismas ambiciones y las
mismas miserias que cualquier humano: sólo se les suponía mayor poder) y
teniendo siempre presente, como aconsejaba el poeta Konstantinos Kavafis, que
lo importante no es la meta sino el viaje mismo y el prolongarlo lo más posible
(“pide que tu camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento”) para
que, cuando se llegue al final, no defraude la pobreza de Ítaca: con la
sabiduría adquirida en el trayecto “comprendes ya qué significan las Ítacas”.
Ni siquiera después de un apacible y
regenerador crucero mediterráneo creo haber acumulado ya tantas experiencias y
conocimientos como para descifrar plenamente el significado de las Ítacas del
poema, pero tengo la impresión de que no son más que pretextos retóricos –metas
utópicas o proyectos supuestamente pragmáticos– para tratar de darle un sentido
al viaje de la vida, que en realidad no tiene más sentido que el que vamos
improvisando y dejando atrás, como las estelas en la mar del caminante
machadiano. Cada uno tiene su propia estela y su huella es sólo un recuerdo que
el amor o la amistad intenta prolongar en una eternidad imposible.
Literatura y metafísicas aparte, la
navegación había empezado en El Pireo,
a donde llegamos (el 28 de marzo a última hora de la tarde) después de un
aburrido recorrido desde el aeropuerto ateniense en el que lo más destacado era
comprobar las numerosas placas solares que coronaban los vulgares bloques de
viviendas de la Atenas periférica. En compacta formación, ya etiquetada en el
aeropuerto de Barajas, nos íbamos incorporando a una especie de gran colmena flotante, el Zenith, de 208 metros de eslora y 29 de manga, con capacidad para
1.828 pasajeros y 620 tripulantes (incluidos el servicio y el personal de
animación).
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El Zenith, hotel flotante para casi dos mil pasajeros |
Un tamaño medio, sin embargo (en Málaga o en Cádiz atracan algunos
con capacidad para más de tres mil pasajeros), pero suficiente para reunir toda
una muestra sociológica de viajeros: jubilados nostálgicos, jóvenes
incansables, grupos familiares al completo (de abuelos a nietos),
excursionistas impacientes, glotones compulsivos, gente normal que sólo
pretende conocer y divertirse... cada uno a su aire y todos conviviendo sin
problemas, gracias a una eficaz infraestructura logística concebida para
atender alojamiento, manutención y diversión, tanto dentro como fuera de la
gran colmena. Guardamos un recuerdo especial de nuestros encantandores compañeros de mesa en las cenas: un matrimonio chileno de trato exquisito y una pareja de recién casados de Andújar con su vitalidad juvenil.
Explosión de
blancos y azules
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Molinos en Mikonos |
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Contemplando restos arqueológicos de Delos |
Amanecimos a la mañana siguiente en la isla
de Mikonos, la primera explosión de
blancos y azules que se ofrece a la visión de los viajeros, moderada por el
contrapunto nostálgico del viejo esplendor en la vecina isla de Delos, un impresionante yacimiento
arqueológico que recuerda lo que fue un núcleo urbano de unos cuarenta mil
habitantes, centro comercial y religioso (legendaria cuna de Apolo y Artemisa),
cuya destrucción, en el 38 antes de Cristo, marcó el principio de la decadencia
helénica ante el nuevo poder hegemónico romano.
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Hermes, de Praxíteles, en Olimpia |
Como en la vieja Olimpia, escenario de los juegos clásicos (que visitamos dos días
después), el abandono autóctono fue absoluto (con el saqueo correspondiente de
los materiales aprovechables para otras construcciones) hasta que, en el siglo
XIX, arqueólogos británicos, alemanes y franceses, entre otros, comenzaron la
tarea de intentar salvar lo que se pudiera. Se cobraron una buena parte del
botín para los museos de sus países de origen, pero quizá su intervención impidió
que se perdiera todo. El pequeño museo de Olimpia conserva al menos una
magnífica escultura de Praxíteles, la que representa al dios Hermes.
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Al aire de Santorini |
De explosiones, tanto de colores salpicando
el todopoderoso blanco como de las fuerzas del centro de la tierra, saben mucho
en Santorini, una isla hecha pedazos
por erupciones volcánicas, la primera de la que se tiene noticia en el año
1450 antes de Cristo y la última, por
ahora, en 1707. Sus pueblos se han colgado literalmente de las escarpadas laderas
que dan al mar, sobre playas de arena negra que rodean un islote con el cráter todavía
expectante. De la dependencia cretense, a la que puso fin accidentalmente
aquella primera erupción volcánica, pasaron siglos después (en el XIII después
de Cristo) al dominio veneciano, antes de reintegrarse a una nueva Grecia
unida.
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Interior del Palacio de Mon Repos, en Corfu |
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Estatua de Capodistrias |
También vivieron bajo el control veneciano en
Corfu (así lo pronuncian, sin acento
en la “u”, aunque en realidad el nombre griego auténtico es Kérkira), ya en el
mar Jónico, del que fueron “liberados” por la ocupación napoleónica (les quedan
de entonces unos soportales como los de la rue Rivoli parisina).
Corfú-Corfu-Kérkira cultiva su mito turístico con el recuerdo de los veraneos
de la emperatriz Sissi o del mundillo artístico y literario en el que
destacaron los hermanos Gerald y Lawrence Durrell, a quienes visitaba, entre
otros, Henry Miller. Pero no se han olvidado de erigir una estatua a su paisano
Ioánnis Capodistrias, primer presidente de la República de la Grecia moderna,
en 1827.
Repúblicas
independientes
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Dubrovnik, desde la montaña de San Sergio |
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Al pie de las huellas del esplendor pasado |
Y siguiendo el rastro veneciano, llegamos a Dubrovnik, una joya histórica enclavada
en la antigua costa dálmata, donde todavía, en las muy recientes guerras
balcánicas, algunos intentaron resucitar la idea de la antigua República de
Ragusa, la que se emancipó de la república veneciana en 1358, copiando su
modelo de control oligárquico con apariencia democrática pero con un eficaz
entramado de contrapoderes para corregir abusos y corrupciones. En su recinto
amurallado, como descolgado del mar desde la montaña de San Sergio, cuyos
robles (dubrava en ilirio) inspiraron
su nombre eslavo, todavía se conservan las huellas de un pasado de esplendor,
en el que su habilidad diplomática le permitía relacionarse con turcos y con
occidentales, acoger a sefardíes expulsados de España y colaborar con la corona
de Castilla, como expertos marinos, en la navegación a América (tuvieron
consulados en Sevilla y en Cádiz). Enclave croata en medio de
Bosnia-Herzegovina, el esplendor de la vieja Ragusa sacrifica su intimidad
histórica para sobrevivir con la invasión turística.
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Reencuentro con Venecia |
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Al fondo, la basílica de Santa Maria della Salute |
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No sólo circulan góndolas por los canales venecianos |
Después del aperitivo ragusiano, llega el
reencuentro con Venecia, que también
recicla su esplendor en el espectáculo turístico, pero preservando una gran
parte de su intimidad enigmática y seductora entre los mil recovecos de sus
calles (así, calles, como en castellano), puentes, canales y canalillos, entre
sus juegos de máscaras y su romántica decadencia, siempre al borde del
naufragio final, desafiando los cálculos de probabilidades catastróficas con
una sobrecarga de visitantes más o menos frívolos, más o menos desencantados,
más o menos sensibles, más o menos embriagados de belleza y misterio, sobre
cimientos tan frágiles y mareas tan implacables, pero siempre superviviente de
su propia arrogancia y de su propia debilidad (según la época histórica), desde
la majestuosidad de San Marcos al decadente Lido, por el bullicioso Rialto o
ante el sorprendente hospital del Campo Santi Giovanni e Paolo (¡de fachada
renacentista!), refugiado en la eternidad artística de los Tintoretto, Bellini,
Tiziano o Canaletto con el fondo musical estimulante del pelirrojo Vivaldi,
aunque Visconti ya nos haya condenado a asociar esta Venecia perpetuamente
moribunda con el melancólico adaggieto de Mahler.
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Bolonia, la ciudad más roja y con más bicicletas |
Epílogo rojo
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En la Universidad más antigua de Occidente |
El crucero terminó el 4 de abril (2011,
claro) en el puerto de Ravena (así,
sin acento en la primera “a”, lo pronuncian los italianos, que se supone que
son los que lo pronunciarán mejor), que ahora está alejado de la ciudad, que
tuvo que desecar sus canales para sobrevivir a las inundaciones. Como había que
trasladarse al aeropuerto de Bolonia
para el regreso a España, preferimos dedicar la última excursión a recorrer la
que pasa por ser la ciudad más roja de Italia, título ganado a pulso en la
lucha antifascista por los partisanos de la “bandiera rossa”, y sede también de
la Universidad más antigua de Occidente (funciona desde 1088, aunque ahora en
instalaciones mucho más modernas que el entrañable edificio del antiguo Studio,
sede ahora de una gran biblioteca pública). En la basílica boloñesa de San
Petronio, en 1530, fue coronado emperador Carlos V (aquel flamenco de Gante que
también reinó en España como Carlos I), tres años después de que sus tropas
saqueasen Roma para vencer y convencer al papa Clemente VII (que así se las
gastaban algunas católicas majestades con sus propios jefes espirituales).
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Memoria de un crimen en Atocha |
De noche, en Madrid, en un hotel junto a la
estación de Atocha. Por la mañana del 5 de abril, regreso a Sevilla, no sin antes completar el
recuento de memoria histórica con una visión del cercano monumento a los abogados
laboralistas de Atocha asesinados en 1977 por un comando del terrorismo
fascista. Tiempos que se antojan lejanos en esta agradable mañana de primavera,
después de un relajado viaje de placer por aguas mediterráneas. Queda el futuro, claro, el recurrente
viaje a Ítaca, con todo su panorama de experiencias e incertidumbres.