martes, 5 de julio de 2022

Santi en el universo

Llevaba cuatro meses luchando contra las secuelas del covid y no nos enteramos hasta ayer por un wasap repentino de su hija Estefanía, en el que nos informaba de su muerte después de la lucha contra la enfermedad. Así era de discreto Santi Domínguez, otro amigo coruñés que perdemos en la distancia, engrosando una lista que ya se va haciendo dolorosamente extensa. Vivíamos en el mismo barrio, Os Mallos, nuestras hijas iban al mismo colegio y teníamos amigos comunes. Trabajaba como comercial en Renault (hasta que un expediente de regulación de empleo lo dejó en la calle), pero era un genio con los aparatos eléctricos y luego los electrónicos y los ordenadores… toda la nueva tecnología que iba llegando. Le gustaba recorrer la geografía gallega en su tiempo libre, con su mujer, Chelo, y sus hijas Estefanía y Miriam, una afición heredada por su hija Estefanía que vuelca en sus maravillosos dibujos toda la magia del paisaje de su tierra. Pero la pasión de Santi era la astronomía. Tenía un telescopio en casa con el que observaba el universo desde un tercer piso. Será fácil recordarlo: cuando miremos al cielo en una noche estrellada, contemplaremos el mismo universo del que Santi siempre supo que formaba parte.

                                   La última foto que nos hicimos juntos, en junio de 2018, en su casa. De izquierda a derecha, Estefanía, Chelo, María Luisa, José Antonio y Santi


jueves, 28 de abril de 2022

Hace cincuenta años

Tecleando con dos dedos en la máquina de escribir
(Foto de ENRIQUE DE ARCE)


Llegué a Coruña en abril de 1972, hace cincuenta años, para incorporarme a la redacción de El Ideal Gallego. Su director de entonces, Luis Blanco Vila -que me conocía de la Escuela de Periodismo de la Iglesia y del Colegio Mayor Pío XII-, me había cazado por los pasillos de la Editorial Católica en Madrid, donde yo hacía colaboraciones y sustituciones hasta que terminé la carrera con seis años de retraso. Luego tuve de director a Rafael González y a José Antonio Martín Aguado. Hasta septiembre de 1982, en que pasé a La Voz de Galicia, hasta septiembre de 1987. Mi último puesto de trabajo en Galicia fue en Vigo, en la redacción de Diario de Galicia, desde octubre de 1987 a septiembre de 1988 (fui director desde el 15 de febrero hasta el 15 de septiembre de 1988, en que presenté mi dimisión: en febrero de 1989 entré en la redacción de Canal Sur Televisión en Sevilla). En mi muy desordenado archivo personal, he encontrado esta entrevista a Ricardo Zamora, que debió de ser de las primeras cosas que firmé en el periódico: se publicó el 30 de abril de 1972. El mítico portero estuvo aquellos días en A Coruña para asistir a un homenaje póstumo al defensa coruñés Luis Otero, uno de sus compañeros en la famosa selección española de fútbol que quedó subcampeona en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920. Guardo un grato y emotivo recuerdo de aquel encuentro con uno de los grandes de la historia del fútbol español. Tenía entonces 71 años y moriría seis años después (con la edad que tengo yo hoy).




miércoles, 2 de marzo de 2022

Ucrania hace ocho años

Recupero un texto que publiqué hace ocho años en el desaparecido Diario Fénix, del amigo José Manuel García, y que ya no se puede encontrar en internet. Entiendo que aporta cierto contexto a la actual situación de Ucrania y de Europa, tras la invasión del ejército ruso, a la espera de confeccionar un nuevo texto sobre los hechos que se están produciendo estos días. 


EL PLUMILLA ERRANTE

Guerra fría contra el derecho internacional

José A. Gaciño (El Diario Fénix. 21-3-14)

Ante una infracción del derecho internacional, es difícil encontrar al que pueda tirar la primera piedra. En estos momentos en que Rusia juega fuerte contra la nueva deriva prooccidental en Ucrania, se suceden las condenas a sus actuaciones en Crimea: su ocupación militar real (por mucho que esgrimiera la formalidad de que las tropas desplegadas en principio no estaban identificadas ni llevaban bandera) y el referéndum de emergencia para dar apariencia legal a la anexión han contravenido los principios básicos de no injerencia en los asuntos de otro Estado (la ocupación militar) y la Constitución de Ucrania (el referéndum).

Pero, como en tantas otras infracciones internacionales, lo que cuenta al final son las relaciones de poder. De poco le sirvió a Georgia contar con la razón del derecho internacional y el apoyo moral de la inmensa mayoría de los países del mundo cuando en 2008 las tropas rusas apoyaron y confirmaron la declaración de independencia de los territorios georgianos de Abjasia y Osetia del Sur. Y de nada le sirvió a Irak que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no autorizase la intervención militar de Estados Unidos y sus aliados en la guerra de 2003. Por no remontarnos a los tiempos de las frecuentes intervenciones militares estadounidenses en países centroamericanos y caribeños (la última en 1989, en Panamá) o a las de la Unión Soviética en los países de su órbita (Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968 o Afganistán en 1979).

La legalidad internacional suele esgrimirse cuando las ilegalidades las cometen otros. Nadie se libra de esa hipocresía, que lleva a disfrazar las ilegalidades propias con todo tipo de argumentos o de excusas. En el caso mismo de Ucrania, Occidente da por bueno el proceso de movilizaciones ciudadanas que desembocó en el derrocamiento del presidente Yanukóvich, mientras Rusia lo considera simplemente un golpe de estado. En medio, el oscuro acuerdo en el que Yanukóvich aceptó prácticamente todas las condiciones de la oposición y que no ha quedado claro si se rompió porque los grupos más extremistas de la oposición impusieron su marcha inmediata o porque el propio Yanukóvich optó por huir (por miedo o por guardarse la baza de presidente ilegalmente destituido).

Tampoco los argumentos y excusas se libran de hipocresías y contradicciones. Occidente defiende ahora la integridad territorial de Ucrania, pero no aplicó el mismo criterio en la desaparecida Yugoslavia, y si en el caso de las repúblicas balcánicas había referencias históricas y culturales que respaldaban las aspiraciones independentistas de cada una de ellas –además de la resistencia serbia a ceder su hegemonía–, en el caso de Ucrania concurren las mismas herencias de aluvión histórico que pesan sobre tierras que han conocido invasiones y migraciones procedentes de los cuatro puntos cardinales. Remontándose a hace sólo un siglo, los ucranianos participaron divididos y enfrentados en la primera guerra mundial: una mitad, con las tropas zaristas rusas, y la otra, con las del imperio austrohúngaro, una división que se reprodujo en parte durante la ocupación nazi en la segunda guerra mundial. Y remontándose sólo a veinte años atrás, Crimea ya intentó en 1994, tras la declaración de independencia de Ucrania (a la que había sido adscrita por Jruschov en 1954), la operación de volver a la Federación Rusa. El entonces presidente ruso Yeltsin, promotor de la desmembración de la URSS (que Occidente también vio con entusiasmo), se comprometió en un tratado con Estados Unidos y Ucrania a garantizar la integridad territorial del estado ucranio, a cambio de su desnuclearización.

Quizá lo que tenga que ceder Ucrania ahora sea precisamente la integridad territorial para llegar a un arreglo con el presidente ruso actual, que, a diferencia de Yeltsin, no está deslumbrado por el poder económico occidental, y pretende fortalecer la débil economía rusa y el orgullo patriótico a base de restaurar el viejo imperio y las viejas áreas de influencia, utilizando técnicas de la guerra fría frente al antiguo bloque occidental (ahora ampliado con los “tránsfugas” del bloque comunista), que parece no saber en qué guerra se está metiendo. Nadie quiere la confrontación armada y menos ante un enemigo con arsenal nuclear. De ello se aprovecha descaradamente el presidente Putin, que difícilmente va a aceptar objeciones de derecho internacional cuando sus propias leyes internas limitan seriamente los derechos y libertades de sus ciudadanos.

José María: una amistad que nunca estuvo en discusión

 

Nos conocimos de estudiantes en Madrid en los sesenta (del siglo pasado, claro), tiempos de movilizaciones y de esperanzas. Compartimos pensión, piso, amigos, inquietudes… En los setenta, incorporado cada uno a sus actividades profesionales, fue espaciándose el contacto, sobre todo cuando nos fuimos de Madrid, él a Málaga, yo a Coruña. A principio de los noventa, cuando ya habíamos perdido el contacto, es decir, sin premeditación alguna, nuestros respectivos caminos profesionales (directivo en una gran empresa constructora él, periodista yo) coincidieron en Sevilla, donde reanudamos una amistad que había permanecido como entre paréntesis durante algo más de diez años. Ahora, treinta años después, nuestra amistad ha vuelto a abrir otro paréntesis, esta vez definitivo. El pasado 7 de enero de 2022, hace ya casi dos meses, José María Núñez murió de repente.


Había tardado en reaccionar y ponerme a escribir sobre nuestra amistad, porque no terminaba de asimilar la idea de que no podría volver a reunirme con él, tomar unas copas y continuar nuestra interminable discusión sobre las turbulencias políticas a las que nuestra amistad seguía sobreviviendo. A José Luis, nuestro común amigo -también en las discusiones-, se le quebraba la voz aquel día, al comunicarme su muerte absolutamente inesperada. Aquella misma tarde y al día siguiente, en el tanatorio, se sucedieron los abrazos y las lágrimas con su esposa (ya su viuda), con sus hijos, con sus hermanos, con otros familiares y amigos… Pero incluso en los abrazos y las lágrimas, y en las palabras que nos intercambiábamos, parecía que nos movíamos como esperando que el ausente se incorporase en cualquier momento a la conversación. Quizá esperando que esa reincorporación imposible se produjese, este texto se ha quedado varado en el disco duro, donde lo he vuelto a encontrar en la continua revisión de los recuerdos.

Ahora ya estoy convencido del final. Definitivamente, tendré que añorar las apasionadas discrepancias con que envolvíamos una amistad que nunca estuvo en discusión.



La última foto de los tres amigos juntos, el 16 de diciembre de 2021.
José María es el de la derecha, José Luis es el del centro, y yo el de la izquierda