Foto de Antonio Galán |
Nada más efímero que un artículo escrito un día de reflexión
por la tarde (y encima publicado hoy en un espacio para el que no fue concebido), y coincidiendo con la última jornada de la Liga de fútbol, con
siete equipos pendientes de destino, por arriba y por abajo. Antes de que
termine el artículo, sabré qué equipos han bajado a Segunda División y cuáles
se han clasificado para el tercer y cuarto puesto, pero apenas quedarán
veinticuatro horas para que los sondeos a pie de urna nos den un primer avance
de los resultados de unas elecciones municipales que algunos querrían que
fuesen como aquellas famosas elecciones municipales de 1931, pero que lo más
probable –y ya se ve la poca vigencia que va a tener este ambiguo pronóstico–
es que resulten tan frustrantes como los comicios autonómicos de Andalucía, con
parecidos comportamientos pusilánimes a la hora de plantearse determinados
acuerdos, no sea que esos acuerdos vayan a ser utilizados por los rivales para
descalificar las actitudes de pureza y regeneración. Al fin y al cabo, las
elecciones que tanto los partidos políticos como los propios electores
(repásense los índices de participación en unas y otras) consideran realmente
importantes son las elecciones generales. Más de treinta años de ayuntamientos
democráticos y de organización territorial autonómica no han conseguido corregir
la inercia centralista que todavía persiste entre políticos, funcionarios y
ciudadanos, no todos evidentemente, pero sí los suficientes como para marcar
tendencia y para colocar al resto de administraciones en papeles secundarios o,
lo que es peor, en simples nichos de empleo para políticos en ascenso o en
descenso.
Y esperando esas elecciones generales que culminarán esta
maratón electoral que vamos corriendo por tramos a lo largo del año, parece que
nadie quiere mojarse con sus políticas de alianza. Ni la casta ni los
descastados. Los instalados contemplan con cierto desdén los voluntariosos
intentos de las nuevas fuerzas emergentes para plantear propuestas que puedan
ser asumidas por los poderosos y, al mismo tiempo, ser comprendidas por su exigente
electorado. Los instalados están convencidos de que su política del miedo
frente a las ansias de regeneración va a tener resultado, no tanto como para
asegurarles el control absoluto, pero sí lo suficiente como para obligar a los
“puros” a mancharse en mayor o menor medida.
Estas elecciones municipales y parcialmente autonómicas apenas van a corregir un poco el dominio bipartidista que una gran parte de la
ciudadanía trata de sacudirse, entre otras cosas porque la mojigatería de
algunos y el sectarismo de algunos otros, cuando no puros personalismos, ha
impedido la formación de candidaturas de izquierda unitarias y fuertes en
muchos municipios. Y nada desearía más que equivocarme en esta predicción tan
simple.
Tendremos que seguir reflexionando hasta que el presidente
del Gobierno (central, por supuesto) decida cuándo le viene mejor convocar esas
elecciones generales que marcarán el verdadero rumbo de la política española. Y
si en esas elecciones no se consigue meter la cuña que haga trizas la hegemonía
bipartidista, va a ser muy difícil alcanzar otra oportunidad, porque ya están
dándole vueltas a la conveniencia de modificar las normas electorales, no para
restituir la proporcionalidad secuestrada, sino para todo lo contrario, para
reforzar las posibilidades de seguir manipulando los votos ciudadanos.