martes, 9 de octubre de 2018

Cuarenta años de nostalgia de Jacques Brel

Hace cuarenta años moría en París uno de los grandes de la canción francesa, aunque era belga de nacimiento. Hace cuarenta años, en El Ideal Gallego, en la sección Cal y Arena que compartía con el inolvidable Luis Pita (en aquel momento bajo el seudónimo conjunto de Colectivo Furacroios, como se ve en la espléndida cabecera diseñada por Xaquín Marín), y en medio de noticias casi exclusivamente locales (de A Coruña), reaccionaba yo así ante la noticia de la muerte de JACQUES BREL.


Ne nous quitte pas, Jacques

El autor de la más bella canción de amor de la historia -"Ne me quittes pas"- nos dejó ayer. Murió en el Paris que le vio crecer y triunfar en el mundo de la canción, después de haberse retirado una temporada a la Polinesia -consumando un viejo proyecto, expresado incluso en una canción, de retirarse a una isla solitaria-, Jacques Brel nos abandona físicamente, pero nos deja el legado de su poesía y de su música, de su ironía y de su ternura, de su amor y de su anti-violencia, de su libertad.
Flamenco de nacimiento, Jacques Brel se fue a París, único lugar donde, en los años cuarenta y cincuenta, podía hacer oír su voz y su palabra, incorporándose a la brillante generación de cantantes franceses (Brassens, Moustaki, Leo Ferré, Jean Ferrat, Juliette Greco...) que con tanta lucidez supieron expresar el desencanto y la angustia de la Europa de la posguerra. "Cuando no se tiene más que el amor para hablar a los cañones y nada más que una canción para convencer a un tambor...", decía Brel en una de sus canciones, que tras plasmar la amargura y la impotencia de quienes ven triunfar las múltiples formas de violencia, terminaba con una coletilla desesperadamente optimista: "Entonces, sin tener nada más que la fuerza de amar, tendremos en nuestras manos, amigos, el mundo entero".
Demasiado débil para imponer la justicia -confesaba Brel en una entrevista-, amaba la generosidad y la ternura. En sus canciones de contenido social, se traslucía un trasfondo libertario contra el burocratismo, los encasillamientos, la rutina, la violencia establecida. En sus canciones descriptivas, dejó traslucir toda una entrañable visión de su "país llano" ("con las catedrales por únicas montañas, y negros campanarios comno palos de cucañas, donde los diablos de piedra descuelgan las nubes...") y del París que le acogió, del Bruselas añorado y del fuerte sabor agridulce del puerto de Amsterdam. Y el amor concebido como una ternura melancólica que se desvanece, que ya no se lleva y que no es sustituido por nada, algo que Brel trataba de conservar ofreciendo "perlas de lluvia del país donde no llueve", buscando en la tierra "hasta después de mi muerte" (quizá buscándola ahora, porque en este mundo enloquecido no la encontró).
Jacques Brel buscaba "una isla en la amplitud de la esperanza, donde los hombres no tendrían miedo", una isla que estaba todavía por construir y donde todo debía de comenzar de nuevo. El paraíso perdido de la libertad que todos los hombres generosos y limpios añoran en sus sueños. Él ya no va a poder verla construida, pero habrá dejado su hermosa contribución para avanzar hacia ella.
Desde lo alto de su triunfo, Jacques Brel tuvo la modestia de declarar que la canción no es un arte, porque está sometida a demasiadas limitaciones técnicas como para meter en ella la imaginación y las ideas. Y, sin embargo, todos sabemos que ese arte conectó con varias generaciones de jóvenes inquietos e inseguros, a los que los versos de Brel prestaban una identificación. Quienes hemos sentido las emociones de esos versos, no querríamos que Brel nos abandonara nunca. 


Un enlace con sesenta de sus canciones: https://www.youtube.com/watch?v=TBTdz6YA7Wo

Y otro con su impresionante "Dans le port de Amsterdam: https://www.youtube.com/watch?v=2U06PicY2C4

martes, 2 de octubre de 2018

Marat-Sade en el recuerdo (cincuenta años)

Programa de mano de la representación del Marat-Sade
en el Teatro Español, de Madrid, en 1968
El montaje del Marat-Sade que se representó hace cincuenta años (los días 2, 3 y 4 de octubre de 1968) en el Teatro Español de Madrid es la experiencia teatral más impresionante a la que he podido asistir. Supongo que influye el ambiente en que se desarrolló, en aquel año tan intenso. Como el propio Adolfo Marsillach recuerda en sus memorias (Tan lejos, tan cerca. Mi vida), la primera representación -la del estreno habitual, con críticos e invitados- transcurrió entre el desconcierto inicial por la puesta en escena y la lenta asimilación de la reflexión profunda que se transmitía en los diálogos entre Marat y Sade, mezclada con la agitación progresiva y delirante del resto de personajes, hasta culminar en una apoteosis a la que se terminó sumando, con sus gritos y sus aplausos, un público, el de los estrenos, que suele medir sus reacciones. Más activo estuvo el público de la segunda representación (que fue a la que yo asistí), que arropó la obra con aplausos continuos, jaleando las frases más incendiarias. Y con lanzamiento final de octavillas antifranquistas, aprovechando que el montaje incluía un lanzamiento de octavillas con mensajes de la revolución francesa. 
Naturalmente, al tercer día, el teatro fue ocupado por funcionarios adictos al régimen y la policía se encargó de disolver a los que protestaron cuando se encontraron las taquillas cerradas. Bajo la amenaza de cierre si se producía el más mínimo incidente, la obra pudo representarse posteriormente en Barcelona, en el Teatro Poliorama, hasta que a finales de enero de 1969 se declaró el estado de excepción (contra las movilizaciones estudiantiles, agudizadas por la muerte de Enrique Ruano, al caer desde una ventana de su casa cuando la Brigada Político-Social la registraba) y el autor, Peter Weiss, solidarizándose con las protestas contra el régimen, decidió prohibir la representación de su obra. 
Fue un poco el final de un periodo de aperturismo del régimen, con Manuel Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo, del que, curiosamente, dependían las actividades culturales, y que, a lo largo de los años sesenta, permitió fenómenos como el llamado nuevo cine español (Carlos Saura, Miguel Picazo, Basilio Martín Patino... que se sumaban a la senda abierta por García Berlanga y Bardem) o una programación de calidad en los teatros nacionales (de los que fui un asiduo porque una hija de García Escudero, director general de Cinematografía y Teatro, era compañera en la Escuela de Periodismo y nos surtía de invitaciones: Misericordia, de Pérez Galdós; La buena persona de Sezuan, de Brecht, o Los verdes campos del edén, de un novel Antonio Gala, son algunos de los títulos que se me ocurren ahora).
Pero, volviendo al Marat-Sade, al margen del contexto político que le daba una dimensión especial, el espectáculo que dirigió Adolfo Marsillach fue, en su momento, una auténtica revolución en la puesta en escena. El propio título de la obra da idea de su complejidad: Persecución y asesinato de Juan Pablo Marat, representado por los asilados del Hospital de Charenton, bajo la dirección del señor de Sade. Teatro dentro del teatro, con los asilados de un manicomio sirviendo de coro delirante a las reflexiones filosóficas entre los personajes de Marat y de Sade, en paralelo a la representación de los avatares revolucionarios y del asesinato de Marat. El espectacular diseño escenográfico de Francisco Nieva (que incluía jaulas para contener a los dementes), la magnífica actuación del grupo Cátaro en el coro de locos y dos monstruos de la interpretación encarnando los personajes principales (José María Prada como Marat y Marsillach como Sade) compusieron un universo dramático impensable en aquel tiempo y en aquellas circunstancias. Una demostración de que las capacidades y las sensibilidades de la sociedad española desbordaban la mezquindad y el raquitismo intelectual de un régimen ya más que agotado, aunque todavía durase siete años más.
(Nota personal: vi la obra desde un palco con varios amigos de Madrid y de Cádiz entre ellos la que hoy es mi mujer. En el palco de al lado estaba Joan Manuel Serrat, el periodista Antonio D. Olano y el dramaturgo Alfonso Sastre, autor de la versión española que se estaba representando, aunque se vio obligado a firmar con el seudónimo de Salvador Moreno Zarza, para no complicar más los problemas con las autoridades. Y en el patio de butacas, Carlos Robles Piquer, cuñado de Fraga y entonces director general de Cultura Popular y Espectáculos, que de vez en cuando se volvía a otear el horizonte de palcos y anfiteatros. Marsillach comenta que había una foto en la que se veía a Robles aplaudir en medio de gente con el puño en alto. Nos lo pasamos muy bien)
Ficha técnica del montaje de Marat-Sade en Madrid, en 1968

lunes, 17 de septiembre de 2018

¡Sólo los republicanos españoles no teníamos Dios!

León Felipe (1884-1968)

Del libro España e Hispanidad (1942-1946)
La versión que publicó Castellet
en su antología de poesía
española en 1964 (En la editorial
catalana Seix Barral)
 Hace cincuenta años -el 18 de septiembre de 1968- el poeta zamorano León Felipe moría en Ciudad de México, donde vivía exiliado desde el final de la guerra civil española. Sus versos rotundamente antifranquistas pasaban de mano en mano en aquellos agitados años sesenta en las universidades españolas. 




















Todavía conservo una manoseada Antología rota, un ejemplar de la tercera edición lanzada precisamente en 1968 por la editorial argentina Losada, y que nos llegó a España (yo estaba entonces en Madrid, trabajando en el Diario SP) por los habituales canales de suministro de libros prohibidos. 
Nos impresionaba leer y recitar aquello de "Franco, tuya es la hacienda, el caballo y la pistola" (en su antología Un cuarto de siglo de poesía española, de 1964, Josep María Castellet sustituía el nombre de Franco por el de "hermano" para salvar la censura) o lo del "sapo iscariote y ladrón", o aquella conclusión patética de que "sólo los republicanos españoles no teníamos Dios", después de recordar que todos los pusilánimes, dictadores y gangsters del mundo tenían su dios particular para justificar sus cobardías o sus crímenes. 
Ahora que estamos en vísperas de sacar a Franco del Valle de los Caídos, el recuerdo de estos poemas terribles, escritos con el dolor y la rabia contra la injusticia, nos sitúa en el contexto de aquel drama histórico que nadie debería querer repetir.

 https://es.wikipedia.org/wiki/Le%C3%B3n_Felipe

Del libro Del poeta maldito (1941-1944)


martes, 9 de enero de 2018

Un torrente de vida



Agosto de 2011, en Cambre (A Coruña), en la casa de Quique y Amparo. Creo que fue la última vez que estuvimos juntos, y en esta foto aparecemos María Luisa y yo con ellos dos, más sus hijas, el marido de una de ellas y un amigo. Lo pasamos muy bien charlando, comiendo y bebiendo, aunque cada cual tuviese ya sus limitaciones en materia de comer y beber. Por supuesto, hemos seguido manteniendo el contacto con la ayuda de estas tecnologías digitales, en las que Quique volcó todo su entusiasmo literario. De pronto,con el mazazo de su muerte prematura (siempre es prematura la muerte de alguien a quien quieres), esta foto se convierte en histórica, en el último testimonio gráfico de una amistad que se inició hace cuarenta y cinco años, cuando María Luisa y yo llegamos a A Coruña y fuimos a parar al piso que estaba justo al lado del suyo. Que se fue enriqueciendo a través de los años y que se mantuvo a pesar de la distancia, cuando nosotros nos volvimos a Andalucía hace ya cerca de treinta años.
Quique (Enrique Ramos Vázquez) era un torrente de vida. Derrochaba entusiasmo, alegría y buen humor y derrochando vitalidad, el torrente ha terminado desembocando en la mar, que es el morir, como diría el clásico. Ahora nos toca a los demás contener nuestro dolor para conservar viva su risa en nuestra memoria.




"...Y me iré caminando por las nubes,
sin temor a relámpagos y truenos,
que no muere el humano que descubre
el fantástico mundo de los sueños".

(Quique Ramos)