José María Rodríguez Díaz es un viejo amigo de los tiempos del Colegio Mirandilla y del Instituto Columela. Nuestras trayectorias personales y profesionales fueron distintas y, en ocasiones, distantes, pero nunca perdimos el contacto, aunque fuera una vez al año para tomar un café. Él optó por Derecho y yo por Filosofía y Letras y por Periodismo. El se quedó en Cádiz y yo anduve encontrando mis raíces en Galicia aunque terminé refugiándome en Sevilla. Rodríguez Díaz no se contentó con ser un competente funcionario de la Diputación de Cádiz: estudió Historia y sacó tiempo para investigar sobre los últimos siglos (el XIX sobre todo) de la vida gaditana. Y me reservó el honor de que pudiese escribir el prólogo de su último (por ahora) trabajo de investigación, publicado con el título Casinos, sindicatos y cofradías. Un siglo de asociaciones en la provincia de Cádiz (18334-1931). Lo que opino sobre este libro, que ya está a la venta en las librerías gaditanas, está recogido en ese prólogo que se reproduce a continuación (y en el que, por cierto, se alude al libro con un título provisional, El derecho de asociación en la provincia de Cádiz (1833-1931), que luego se nos ha olvidado corregir). Por supuesto, recomiendo su lectura a todos los interesados por la historia de Cádiz. Este es un libro serio y trabajado, muy lejos de las fabulaciones de quienes, últimamente, se empeñan en contarnos cuentos de fantasmas.
Mucho antes de que
se recuperasen para la modernidad los míticos Juegos Olímpicos (en 1896), ya se
había creado en Cádiz, en 1848, la primera sociedad gimnástica. Y, aunque no
nos conste la formación de clubes que estructurasen su práctica, el Campo de Gibraltar
(por la proximidad británica del Peñón) y el Jerez de las bodegas de capital
británico fueron escenarios de partidos de fútbol antes de que los ingenieros
ingleses de las Minas de Riotinto difundiesen este deporte en Huelva, donde sí
se creó el primer club de fútbol de España.
No es por presumir,
pero, en este libro de José María Rodríguez Díaz, aparecen varias muestras de
iniciativas avanzadas en materia de asociaciones de todo tipo, como para
sentirse satisfecho del dinamismo gaditano a lo largo de los dos últimos
tercios del siglo XIX y el primer tercio del XX. Ese es el periodo que abarca
este estudio histórico sobre el fenómeno asociativo en la provincia de Cádiz, y
que va desde la recuperación del liberalismo doceañista (una vez desaparecido
el nefasto Fernando VII que lo había puesto entre paréntesis) hasta la
proclamación de la Segunda República.
No es un periodo homogéneo,
evidentemente, pero precisamente por eso resulta asombroso comprobar cómo, entre
guerras civiles y pronunciamientos militares de diverso signo, sin faltar un
primer ensayo republicano y hasta una revuelta cantonalista, lo que hoy
llamaríamos “sociedad civil” iba configurándose de acuerdo con las nuevas
circunstancias económicas y las nuevas relaciones sociales. En unos casos,
desarrollándose en un marco legal a favor de la libertad de asociación más
explícita. En otros, aprovechando los resquicios de una legislación más
restrictiva y exponiéndose (y sucumbiendo en muchos casos) a la represión de
autoridades recelosas.
Así, de la mano de
este concienzudo investigador histórico, seguimos la formación del entramado
asociativo en el que la burguesía emergente va tejiendo su influencia en
aquella sociedad decimonónica en la que los viejos estamentos todavía seguían
controlando parcelas importantes de poder. En ese proceso, sobre todo hasta el
episodio revolucionario de 1868, Cádiz es uno de los focos más activos de ese
hervidero de clases medias (burguesía mercantil, profesionales, funcionarios… )
que trata de abrir paso a las nuevas ideas liberales. Los casinos representan
en ese momento la expresión asociativa más genuina de esa burguesía y, desde
que en 1834 se creó en Algeciras el primero de la provincia, los casinos se
fueron extendiendo por toda la geografía gaditana, desde Jerez y Cádiz capital
hasta el último rincón de la Sierra.
A partir de la
Restauración, la oferta asociativa se va diversificando progresivamente,
extendiéndose a todo tipo de actividades culturales, científicas, profesionales,
recreativas y benéficas, junto a círculos de orientación política o religiosa.
En 1872, por ejemplo, se crea en Cádiz la que posiblemente fue la primera
Sociedad Protectora de Animales y Plantas de España (desde luego, se adelantó
en tres años a la que se formó en Madrid). Pero quizá lo más característico de
aquel periodo fuese la proliferación de asociaciones específicas de carácter
obrero (la nueva clase llamada a ser emergente), en principio como sociedades
de socorros mutuos (que ya habían empezado a surgir en el decenio de los 40, tras
la desaparición de los gremios) y después como sociedades de resistencia que
desembocan en las organizaciones sindicales, sin olvidar las cooperativas. Y de
la misma forma que las clases trabajadoras habían copiado antes el modelo
burgués con sus casinos o círculos de artesanos, también los empresarios
recurrieron al modelo cooperativo para concentrar determinados servicios
comunes.
Como ya había
demostrado en su anterior estudio Los
gremios de la ciudad de Cádiz, en El
derecho de asociación en la provincia de Cádiz (1833-1931) José María
Rodríguez Díaz pone de manifiesto un trabajo riguroso y exhaustivo, no sólo en
la recopilación de la documentación, sino también en su contextualización. En
efecto, los datos locales y provinciales son analizados en relación con el
panorama histórico en el que se sitúan. Eso le permite documentar unas
conclusiones en las que desmiente los tópicos sobre el carácter individualista
e insolidario de los andaluces o sobre su retraso en la incorporación a las
nuevas corrientes sociales, plasmadas en nuevas formas de asociación y
organización. Ya en su libro sobre los gremios llamaba la atención sobre esos
prejuicios, cuando, al referirse a los impresores y libreros, recordaba que, en
1810, los militares, funcionarios y políticos que se refugiaron en Cádiz
huyendo de las fuerzas francesas “se encontraron con una ciudad que no tenía
nada que envidiar a la capital de España, ni por el número de librerías ni por
los fondos de las mismas”.
En medio del rigor y
la acumulación documental, entre listados casi interminables, que podrían hacer
pensar en una obra farragosa, sólo interesante para académicos y especialistas,
José María Rodríguez Díaz despliega sus dotes de escritor y un cierto olfato
periodístico para destacar los aspectos más originales o más humanos,
convirtiendo así el trabajo de investigación en una crónica de interés general,
al alcance de cualquier lector curioso. Puede uno enterarse, por ejemplo, de
que la primera “casa regional” que se creó en Cádiz fue la Sociedad Alemana
Germania, con sede en la “muy cervecera calle del Puerto”, en 1861. O que, en
1870, se creó la cooperativa La Constructora de Extramuros, para construir
viviendas. Por aquellos años, en las sociedades de socorros mutuos con
asistencia médica se incluían sangrías, sanguijuelas y leche de burra entre los
remedios posibles. Que llegó a funcionar una sociedad de padres de familia que
tenía como fin pagar a mozos que sustituyesen a los hijos de los socios a los
que les hubiese tocado hacer el servicio militar. Como resultará curioso saber
que ya en 1910 se creó una sociedad para promover el turismo.
Manuel Ravina
Martín, en su prólogo al libro Los
gremios de la ciudad de Cádiz, advertía sobre los huecos pendientes de
cubrir en la historiografía gaditana. No cabe duda de que José María Rodríguez
Díaz ha tomado buena nota de la advertencia y se ha propuesto rebuscar en los sedimentos
más olvidados de la documentación de nuestra tierra, con la intención, y la
capacidad, de sacar petróleo, de aflorar un combustible básico con el que
alimentar futuras investigaciones.
José Antonio Gaciño