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Diseño de Jean Jullien, a propósito de los atentados de París, en
el que fusiona el símbolo de la paz con la Torre Eiffel |
No es fácil reaccionar con racionalidad ante ataques terroristas tan brutales como los que se perpetraron el viernes 13 en París, sobre todo cuando forman parte de una cadena de ellos que ya ensangrentaron la propia capital francesa y diversos lugares de la cuenca mediterránea, por limitarnos sólo a los de este año. Una reacción visceral lleva a respuestas vengativas y contundentes, que, por lo general, resultan poco eficaces para erradicar un fenómeno que se alimenta precisamente de sentimientos viscerales de odio y venganza, a partir de agravios reales o inducidos.
Desde los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York -el hito emblemático de este nuevo terrorismo global-, las respuestas bélicas no han dado el fruto adecuado. En algunos casos -la ocupación de Irak, por ejemplo- resultaron contraproducentes. Los primeros pasos del gobierno francés -intensificando los bombardeos en Siria y endureciendo las medidas internas para situaciones de excepción- parece que van en la misma dirección, aunque su intención de entenderse con Rusia indica una corrección en la postura occidental, hasta ahora firme, de no negociar con el régimen de Bachar Al Asad.
Sobre el debate que los ataques terroristas generan en el seno de las sociedades democráticas -el de sacrificar ciertos niveles de libertad en aras de una mayor seguridad colectiva- trata especialmente este nuevo artículo del plumilla errante en El Diario Fénix:
http://www.eldiariofenix.com/?q=content/malos-tiempos-para-los-equilibrios#.VkxQNcnmaPg.twitter
El enlace ya no enlaza. Por eso, reproduzco aquí el texto:
EL PLUMILLA
ERRANTE
Malos tiempos para los equilibrios
José A. Gaciño (El Diario Fénix, 18-11-2015)
Son momentos de
declaraciones solemnes y rotundas. Y de medidas excepcionales que sirvan para
calmar la ansiedad de la ciudadanía vulnerable y transmitan la sensación de que
se reacciona con contundencia. Un efecto tranquilizador de consumo interno
(para las víctimas reales o potenciales), que no siempre tiene la eficacia
deseada frente a quienes agreden desde dentro o desde fuera, pero siempre de
forma imprevisible e indiscriminada.
Abrumados por la
brutalidad de ataques como el del viernes 13 en París (como unos días antes en
una mezquita chií en Beirut, y unas semanas antes en una manifestación
pacifista en Ankara, por no remontarnos al 11-S neoyorquino en 2001, al 11-M
madrileño en 2004 o al 7-J londinense de 2005), la emoción y la rabia no deja
ver los matices y se da por buena cualquier decisión destinada a perseguir a
los fanáticos, aunque, en la mayoría de los casos, la autoinmolación elimina fanáticos
que perseguir.
El clima es
propicio para que los gobiernos desnivelen el delicado equilibrio entre
libertad y seguridad. Nunca encontrarán a los ciudadanos más dispuestos a
aceptar recortes en sus libertades. Dispuestos a comprender que, para controlar
a un terrorismo tan cruel y escurridizo, es necesario limitar, e incluso
eliminar si hace falta, las garantías de los derechos individuales, en aras de
la seguridad colectiva.
Recortes y
limitaciones que empiezan a aplicarse con carácter temporal y excepcional, pero
que luego terminan por no levantarse nunca del todo: a Obama le queda poco más
de un año de mandato y todavía no ha podido cumplir su promesa de cerrar el
limbo jurídico de Guantánamo ni derogar la muy excepcional la ley patriótica de
Bush junior (que ha permitido, entre otras cosas, realizar un control universal
de teléfonos y correos electrónicos). Esos catorce años de excepcionalidad
quizá han podido rebajar algo el nivel de amenaza terrorista en suelo
norteamericano, pero no desde luego en un escenario que incluye el Oriente
Medio, Europa y casi la mitad del continente africano.
En ese escenario,
la guerra caliente se centra en estos momentos en Siria e Irak, donde el
llamado Estado Islámico ha ocupado territorios en los que empezar a montar su
delirio de establecer un nuevo califato, pero los efectos colaterales afectan,
en mayor o menor grado, a los países vecinos y a Europa, en unos casos por la
masiva afluencia de fugitivos del terror islamista (y de la dictadura de Al
Asad, que todo hay que decirlo) y en otros por la actividad terrorista. La
sangre corre por todo ese panorama. Más en Siria e Irak, claro, donde los
muertos (todos árabes y la mayoría musulmanes) superan ya los trescientos mil,
y los desplazados rebasan los trece millones (nueve en su propio país y más de
cuatro millones en los países fronterizos y, desde este verano, también vagando
por Europa adelante).
Las declaraciones
solemnes y las medidas excepcionales tampoco dejan hueco para la autocrítica.
Los asesinatos terroristas no caen del cielo, aunque se cometan en nombre de
Alá. Son producto de un complejo entramado de circunstancias históricas,
sociales y económicas (y religiosas, no se olvide), en las que Occidente
también se manchó las manos, directamente o a través de aliados interpuestos. “Vos guerres,
nos morts” (“vuestras guerras, nuestros muertos”) es el lema de un montaje
que circula por Facebook sobre una foto en que aparecen Putin, Cameron, Obama y
Hollande. No están todos los que son (faltan Al Asad, Al Bagdadi y los monarcas
del petróleo, por ejemplo), pero son todos los que están.
Lo triste es que sean
necesarios tantos muertos inocentes (en Siria, en Irak, en Turquía, en Líbano,
en Francia… ) para que en algún momento culpables y responsables lleguen a
plantearse alguna vía de entendimiento. Por ahora, ni las premiosas reuniones
de Viena ni el pronunciamiento puramente retórico sobre los asesinatos de París
en la reunión del G-20 ofrecen muchas esperanzas de que ese entendimiento esté
cerca. Malos tiempos para los equilibrios.