lunes, 5 de mayo de 2014

Concierto de violín por Arturo

Gaciño y Arturo (a la derecha) con
Antonio Machado en medio,
en Segovia en agosto de 2011
Recuerdo la primera vez que lo vi. Antes de que comenzara el curso 1963-64 (¿o fue 64-65? siempre dudo y ahora no tengo ganas de consultar fechas para confirmarlo), en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, mirando los horarios de las clases en los tablones de anuncio. Me pidió que le buscara los suyos -dos o tres cursos más avanzado que el mío, que era el primero- y yo se los leí. No nos conocíamos, ni tampoco nos presentamos: era sólo un contacto de paso, una pura muestra de cortesía con quien no podía leer sus horarios. Pero más tarde, en el colegio mayor donde resultaba que ambos residíamos (el Pío XII, el de la Escuela de Ciudadanía Cristiana del cardenal Herrera Oria), él reconoció mi voz, que posiblemente es más personal que su físico (o su memoria auditiva más afinada que mi memoria visual), y desde entonces estuvimos unidos para siempre, con independencia de que cada uno siguiera su camino profesional y familiar, que viviésemos a muchos kilómetros de distancia o conviviéramos unos días de paso en viajes cruzados o en fines de semana apurados o en las celebraciones nupciales de sus hijas. Quizá teníamos pendientes unas vacaciones más prolongadas para recopilar tantas cosas en común y algunas que podían haberse perdido por el camino.
Arturo con su nieta Emma (abril de 2014)
La última vez que lo vi fue en una foto, con su hermosa nieta Emma, nacida el mes pasado. Y ayer mismo, al oír en Radio Clásica el Concierto para Violín y Orquesta (creo que en re menor) de Beethoven, le recordaba a María Luisa, mi mujer, que esa fue la pieza con la que Arturo (Arturo Vega Bernardo, el amigo con quien tanto quería) desmontó mis prejuicios sobre la música de violín, que entonces, hace ya cincuenta años, me parecía cursi, y que a partir de entonces se convirtió en mi instrumento favorito, hasta provocarme la rabia tardía por no haber aprendido a tocarlo. Compartimos una pasión por la música en toda su diversidad, como compartimos ideas y conocimientos, manifestaciones contra la dictadura franquista y diversos grados de desencanto ante la deconstrucción de los sueños. Aprendí muchas cosas de él. Fue una de las dos o tres personas que contribuyeron a mi proceso de maduración intelectual (que no sé si he llegado a completar, pero esto ya es problema mío).
Esta mañana, Paqui, su mujer, ha llamado para decirnos, antes de prorrumpir en sollozos, que había muerto anoche, en Galapagar. Después hemos sabido que murió de repente, como del rayo, que diría Miguel Hernández, aquel poeta de los viejos tiempos que también compartíamos. Y me he puesto a verter las lágrimas de mis dedos sobre el teclado para fijar el dolor y la nostalgia perpetua por un amigo desaparecido en el combate absurdo de la muerte. Sin fuerzas para requerirlo a las aladas almas de las rosas del almendro de nata, porque sé que ya no podremos hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero. Si acaso, volver a oír el violín que imaginó Beethoven.

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